Elí, Elí, lemá sabaqtaní

 

Elí, Elí, lemá sabaqtaní (1)
«Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?»

En este grito de angustia, tanto Marcos (Mc 15, 34) como Mateo -que en cada acontecimiento de la vida de Jesús sitúa un pasaje veterotestamentario- (Mt 27, 46; Sal 22, 2) describen gráficamente uno de los sufrimientos internos del Mesías en su agonía. Con este grito, verdaderamente mesiánico -cuarta de las Siete Palabras que Jesús pronunció durante su crucifixión-, se nos define la ruptura entre el Padre y el Hijo, constituyendo, de esa manera, un misterio imposible de explicar. Jesús recita el gran Salmo del Israel apenado, identificándose así con la humanidad que se encuentra ante la oscuridad de Dios. Cristo es Dios, y como tal, no podía haber ruptura dentro de su unidad. Pero también Jesús es hombre, y bajo esa condición humana sí que podría haber sufrido la separación con Dios.

La razón de esta separación, la encontramos en el hecho de que Jesús estaba, en ese momento, ocupando el lugar del pecador. Con esto no quiero, ni mucho menos, decir que el Hijo de Dios se hizo pecador por nosotros, sino todo lo contrario: desde su amor al hombre y por el hombre, se presentó como ofrenda por nuestro pecado. Difícilmente podemos imaginarnos lo que tuvo que significar para el Verbo ser colocado bajo el peso de la culpa correspondiente al pecado humano, al pecado de todo el mundo.

Esta ruptura, en la comunión del Padre y del Hijo, es, sin lugar a duda, el mayor de los dolores sufridos en la cruz. Ciertamente, también sufrió por los terribles padecimientos físicos, además del dolor que le provocó el hecho de ser abandonado por los suyos, pero nada de eso era comparable, en vigor e intensidad, con la separación momentánea del Padre. Para un alma tan sensible como la de Jesucristo, este aislamiento debió significar una agonía extrema. Quizás nosotros no alcancemos a entender el signo de dicha agonía, puesto que desgraciadamente, en muchos casos, la ruptura propia de la comunión con Dios no la apreciamos como un problema muy grave. Pero para Cristo, esta relación era vital.

Podemos imaginar su dolor atendiendo -solamente- a la forma en la que se expresaba en su plegaria; por primera vez, no utiliza la forma habitual con la que siempre oraba, en la que trataba a Dios como Padre, sino que le escuchamos, en este momento de angustia, dirigirse al Padre como «Dios mío, Dios mío». Esto nos revela que la relación fraternal que, hasta entonces, habían disfrutado en su unidad, fue cambiada por otra de tipo meramente judicial, en la que el Padre actuaba como Juez Divino y el Hijo era el que se hacía cargo de pagar la culpabilidad del pecado de la humanidad.

Nos debemos conmover ante el hecho de que Dios estuviese dispuesto, siempre desde la verdad de su amor, a sufrir de tal manera para llegar a salvarnos. En el desamparo humano de su Hijo, debemos ver el amor de Dios hacia todo el mundo pecador: «porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, más tenga vida eterna» (Jn 3, 16)

Como narra parte del Salmo 22, para que todos los fieles de todos los tiempos disfrutaran del auxilio divino en sus aflicciones, el mismo Hijo de Dios tuvo que ser desamparado: "Porque tú eres el Santo y habitas entre las alabanzas de Israel. En ti confiaban nuestros padres; confiaban, y los ponías a salvo; a ti gritaban, y quedaban libres; en ti confiaban, y no los defraudaste. Pero yo soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo; al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo, que lo libre si tanto lo quiere»" (Sal 22, 4-9)

Se puede decir que, en la cruz, Jesús hizo suyo y se identificó con el grito angustiado del mundo atormentado por la ausencia de Dios. Asumió así el clamor, el tormento, y todo el desamparo de la humanidad perdida, para que ésta pudiera disfrutar de la luz de la presencia de Dios. San Agustín nos dice que «en lo Salmos, Jesús ora como Cabeza y Cuerpo. Ruega como "Cabeza", como aquel que nos une a todos en un sujeto común y nos acoge a todos en sí. Y como "Cuerpo", en el sentido de que tiene presente la lucha y las aflicciones de todos nosotros. A partir de él, pasado, presente y futuro van siempre unidos».

José Rafael López Blancas 

(1) Ante las distintas formas en que he encontrado la frase transcrita, me he decidido exponer la reflejada en la Biblia de nuestra Conferencia Episcopal Española en el evangelio de Mateo.


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